Un día de trabajo

 

Hoy estuve tirado de nuevo sobre la piedra. Llegué, como de costumbre, a las once aunque mi horario de trabajo empieza a las siete y después de atiborrarme de café, entre pausa y pausa luego de escribir un par de tonterías, me fui a casa a escribir en serio hasta las once de la noche.

 

Carmela llegó a las doce y no hicimos, como de costumbre, el amor. Discúlpame! pero no puedo, me dijo, precisamente, cuando ya estábamos desnudos. ¿Qué te pasa? le pregunté. ¿Qué te pasa a ti? me respondió ella. ¿Crees que es fácil hacer el amor con un cerdo? ¿Crees que no sufro cuando veo como destruyes tu vida? Y es que no haces nada, no haces nada carajo! me dijo enfurecida.

 

Cuando conocí a Carmela trabajaba de profesor en una universidad, pero luego, de repente, me quedé desempleado y me fue difícil encontrar un nuevo trabajo. Y es que era difícil, no sólo por mi edad, esa ya frecuentemente inatractiva para las mujeres y también para las empresas, sino que también por mi origen extranjero y la falta de una calificación nacional de mis estudios con grado de doctor en educación. En un principio pude evadir la certificación de mis estudios, pero luego y aun a pesar de mis largos años de experiencia, ya no fue posible. La certificación de los mismos, esa que se perdió con la destrucción de los archivos y del país también destruido por la guerra que me empujó hasta estos rincones del mundo, se estableció como un requisito fundamental para de nuevo obtener una oportunidad en mi área. Fue de ese modo involuntario como empecé en el oficio de empujar la rueda. En el trabajo de no hacer nada pero aparentarlo para poder obtener los ingresos mínimos que exige la sobre vivencia. El mundo actual vive de las apariencias, me dijo alguien y fue de ese modo como empecé a entender que mi desempleo y el de todos no era nada accidental, que estaba, porcentualmente, calculado para mantener en alto las cuotas anuales de ganancia manteniendo al mínimo los salarios que fácilmente se dispararían hacia arriba y con ello las ganancias hacia abajo si el desempleo disminuyera. Las economías actuales necesitan, entonces, del desempleo pero no les conviene, políticamente, aceptarlo y de allí el gran invento de empujar la rueda. El gran invento de obligar a los desempleados a participar en actividades que les hacen creer que hacen algo pero que están planeadas para no hacer ni conducir a nada. Avergonzado de mi situación no me atreví nunca a contarle nada a Carmela. Nada de ese cambio fundamental en mi vida. De esa tristeza de no tener trabajo y solo aparentarlo. Algo que al principio hice muy bien. No, no siempre llegué tarde al lugar de la rueda. Como todos también la empujé muy bien hasta que me cansé y empecé a llegar cada vez más tarde y sólo para ir directamente a acostarme sobre la piedra, sobre aquella piedra que está todavía bajo el mismo manzano. No sé todavía el por qué no me suspendieron los ingresos, pero sospecho que es debido a que todavía se cree que estoy, allí, empujando la rueda. Nada de eso le comenté nunca a Carmela. Nada de eso, porque temía perderla. Ella, sin embargo, lo descubrió todo y aquí estoy ahora ante su veredicto.

 

Nada, ella no dijo nada. Guardó únicamente silencio. Se desvistió de nuevo en silencio y en silencio hicimos también el amor.

 

No podrán separarnos! me dijo al día siguiente. No lo podrán! repitió, mientras sus brazos abrazaban fuertemente mis huesos.

 

Guillermo Aguilar


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